martes, 27 de marzo de 2018
CAPITULO 60
Llame a Pedro y le pregunte si podía venir un poco temprano a casa hoy. Le expliqué que no era un problema, sino una sorpresa. Yo sólo esperaba que él lo viera como una feliz sorpresa.
Después de colgar el teléfono me cambie a mi vestido favorito, uno que abrazaba y envolvía cada curva de mi cuerpo y me senté en el sofá, esperando escucharlo abrir la puerta. Manoseé la etiqueta de una botella de agua y soñé con el futuro que Pedro y yo tendríamos tener con nuestro hermoso bebé. Pensé en la alcoba de la suite principal y lo perfecta que sería para el bebé. Podía imaginar arrullar un niño entre nosotros mientras caminábamos por la calle o verla correr a través del parque. Suspiré al pensar en estar embarazada de nueve meses, usando ropa de maternidad, ir a citas con el médico, y ver a nuestro pequeño mono en el ultrasonido.
Mi corazón se hinchó el doble de su tamaño con el amor a la pequeña personita yo ni siquiera había conocido aún.
Y entonces oí la puerta abrirse y las mariposas ahogaron mi garganta y mi cerebro se paralizó.
—Oye, nena.— Pedro dejó su maletin en la mesa lateral y entró en la sala de estar. Se veía delicioso en un traje gris pálido con una camisa blanca y una fina corbata negra. Su pelo estaba perfectamente despeinado y sus suaves labios estaban curvados en una sonrisa mientras caminaba hacia mí. Me arrastró fuera del sofá y plantó un beso en mis labios. —Estás preciosa—. Sus manos recorrieron mi espalda y mi trasero.
—Gracias—. Solté un suspiro. Tal vez podríamos saltarnos esta conversación y yo podría suplicarle que me llevara arriba y me presionara contra las ventanas del dormitorio.
—¿Todo bien?—Bajo la cabeza y sus bellísimos ojos azules me observaron pensativamente.
—Sí, todo está perfecto.— Mastiqué mi labio inferior.
—Entonces ¿por qué esto?— Él levantó una ceja y tiró de mi labio de entre mis dientes. Miré a cualquier lado menos a sus ojos.— ¿Paula?—Un tono de preocupación apareció en su voz.
—Siéntate—. Me senté y acaricie el sofá junto a mí. Él arqueó una ceja en leve sorpresa antes de tomar el asiento a mi lado. Agarré su mano y acaricie su suave piel. Creo que era más para calmar mis nervios que los suyos.
—Te amo tanto— comencé y luego hice una pausa pensando cómo explicarle.
—¿Sí?—Agacho la cabeza para atrapar mi mirada.
—Yo... no sé cómo decirte esto,— susurré sin mirarlo.
—Dime, Paula. Lo que sea. Sea lo que sea, Dime.
Mordí mi labio y mis latidos rugieron en mis oídos cuando lentamente levanté mi cabeza para encontrarme con sus ojos. Oh Dios, no puedo hacer esto. No puedo. No puedo.
No puedo.
Pero tengo que hacerlo.
—Pedro, estamos... hicimos un bebé.— Dejé de respirar en ese instante.
Él simplemente me miro. Sin palabras. Sin ningún tipo de reacción. Era como si yo no hubiera dicho en absoluto las palabras. ¿Las dije en voz alta? ¿ Creí haberlas dicho? ¿Debería repetirlo?
—Pedro— susurre y extendí mi mano hasta su mandíbula para una suave caricia. Su músculo se estremeció bajo mi tacto y una mirada oscura cruzó sus ojos. Pude ver su pecho subir y bajar con su respiración cuando sus ojos penetraron en los mía.
—Pedro—. Apreté mi mano con un poco más de firmeza en su mejilla.
—Pensé que estabas en control de la natalidad—. Las palabras escaparon a través de sus dientes apretados.
—Lo estaba. Lo estoy—. Apenas había pronunciado las palabras antes de que su mano agarrara mi muñeca y la alejara de su cara.
—¿Cómo sucedió esto?— Observó las cuadros en la pared de la habitación.
—Yo... No sé,—tartamudeé. —Pero estoy feliz, Pedro. Muy feliz. Por favor, se feliz.
Él se sentó durante unos momentos sin aliento, o un millón, no estaba segura. Luego se levantó y se dirigió puerta de la habitación.
—¿Adónde vas?— Susurré, la angustia agrietando mi voz.
—A buscar un trago—. Se quitó la chaqueta y la tiró en la parte posterior de una silla. Vi su hermosa forma alejarse de mí, los músculos de sus hombros claramente definidos debajo de la camisa de vestir blanca perfectamente equipada. Me moría por pasar mis dedos por su espalda hasta su cuello y en su cabello. Quería calmar su mente. Decirle que íbamos a estar bien, que esto podría ser una buena cosa.
Se acercó a la mesa auxiliar, se sirvió un vaso de whisky y se lo tomo de golpe. Estrello el vidrio en el mostrador antes de verter más del ámbar líquido en ella y luego bebérselo también. Vi al hombre hermoso, salvaje, enojado ante mí, estrellando tragos de whisky porque llevaba a nuestro hijo.
—Estaré en la oficina—, dijo antes de salir de la habitación a través de dientes apretados.
Mi corazón cayó sobre las baldosas de granito y se rompió en un millón de pedazos y luego los incontrolables sollozos lo siguieron.
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